Dos veces he visitado el campo de exterminio de Auschwitz, en viajes realizados con Juan Pablo II a Polonia. Es una visita que sobrecoge porque uno comprueba que allí se cometió una de las mayores atrocidades de la Historia. Auschwitz es el símbolo del Holocausto. Son muchas y fuertes las emociones que suscita ese monumento al dolor humano; la primera te la produce la terrible inscripción de la entrada, con letras en hierro forjado: «Arbeit macht frei» (El trabajo libera, o hace libre), versión cínica y siniestra del dantesco «Oh vosotros que entráis, abandonad toda esperanza!» (Divina Comedia, Canto Tercero, El Infierno).
El robo de ese cartel ha causado conmoción mundial porque se ha visto como una profanación del que se considera el mayor cementerio sin tumbas del mundo. Juan Pablo II, un papa de grandes gestos se arrodilló y besó esa tierra en una de sus visitas, y definió el campo de exterminio de Auschvitz «Gólgota del mundo moderno».
El robo podría tratarse de una acción neonazista. En cualquier caso, como dice Claudio Magris, analizando este hecho abominable, “el antisemitismo forma parte del creciente racismo que se percibe por doquier, contra todas las posibles gentes diversas”…”Un triunfante relativismo ético rechaza cualquier valor absoluto, y por tanto relativiza incluso el mal absoluto por excelencia que es Auschwitz, que representa todos los crueles exterminios perpetrados contra la humanidad, desde la trata de esclavos a los Gulag de Stalin”. Sabias palabras de Magris.
Esa inscripción de infame cinismo («El trabajo libera») debe ser encontrada porque sigue representando la máxima expresión de cinismo y brutalidad, y, como dice hoy Elie Wiesel, la Verdad y la Memoria son nuestros valores comunes que deben ser defendidos.
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